< Previousha sido con- denada por todos los Su- mos Pontífices, desde Clemente XII en 1738 hasta hoy. Los Papas han pronunciado la pena de exco- munión contra los miembros de las sociedades secretas y contra todos los que les favorecen. El verdadero fin de la masonería o francmasonería es destruir la Religión de Jesucristo, la Igle- sia Católica, para im- plantar por todas par- tes el librepensamien- to, la moral indepen- diente, el naturalismo puro en la familia y en la sociedad: lo que la masonería lla- ma libertad, igualdad, fraternidad y nuevo orden mundial. Arma principal de la masonería para herir a la Iglesia ha sido la corrupción moral, por lo que multiplicaron los ma- los libros, películas obscenas, televisión y otros medios para saturar al pueblo de libertinaje y de vicios. Con sus mentiras, la mala prensa pervierte los espíritus y corrompe los corazones. Bajo el manto de la ciencia ataca sin des- canso las doctrinas de la Iglesia, ya negándo- las, ya tratando de ridi- culizarlas. Así va destru- yendo pieza tras pieza todo el edificio de la Fe Católica queriendo lle- gar hasta la muerte del cristianismo, por lo que la masonería ha perpetrado: Ruina reli- giosa, pérdida de la Fe y de la vida sobrenatural en millones de almas. Ruina moral, consecuen- cia de la irreligión cre- ciente, de la acción co- rruptora de las logias, de su prensa inmunda, de las leyes masónicas, de las escuelas neutras. La táctica de la secta es inmiscuirse en todas las sociedades para pervertir su espíritu y convertirlas en instrumentos de su política. Como su fin principal es destruir la Iglesia Católica, se ha preo- cupado especialmente de infiltrarse en su jerarquía para así destruirla.El «Masterplan» para destruir la Santa Iglesia o primero que hizo la masonería, fue in- troducir a sus pro- pios miembros en el seno de la Santa Igle- sia, para ho- radarla desde dentro. De hecho lograron que miles de masones, comunistas o judíos, fuesen ordenados sacerdo- tes católicos romanos, para regen- tar parroquias, llevar secretarías episcopales, o regentar diócesis enteras, llegando al episcopado. Hubo incluso quienes lograron ser nombrados cardenales. Una vez minada la Iglesia Católica de una horda de enemigos camuflados en su interior, ya estaban echados los cimientos para la realización de uno de los más diabólicos planes, de audacia e inteligencia increí- bles, llamado por los mismos ma- sones “Masterplan”. Fue un plan de larga duración, de muchos años de trabajo denodado y de un éxito espantoso: lograron arruinar la Iglesia Católica Romana, entonces todavía la Iglesia Verdadera, la Iglesia de Dios. Los enemigos in- filtrados sembraron una falsa pie- dad que acercaba los católicos a los protestantes con un sentimien- to falso de caridad, a fin de conta- giar las manzanas buenas con las ya podridas. ¿Qué han logrado? La pérdida de la noción del peca- do, en un mundo materialista, sin fe, sin esperanza, sin amor a Dios; un mundo que da las espaldas a su Dios y Creador, y se niega a ser- virle. Aquel plan riguroso para des- truir la Iglesia de Cristo era una obra maestra para resquebrajar desde sus cimientos a la Iglesia Católica. Muchos advirtieron de esas tramas, pero los buenos cris- tianos no quisieron abrir los ojos a tiempo. Ciertamente, también en siglos anteriores los enemigos se infiltra- ron en la Iglesia y causaron daños, pero, gracias a la vigilancia de san- tos Obispos, fueron vencidos. Mas, en el siglo veinte, como ad- virtió la Santísima Virgen María en La Salette, «los jefes, los guías del pueblo de Dios, han descuida- do la oración y la penitencia, y el demonio ha obscurecido su inteli- gencia; se han convertido en estre- llas errantes que el diablo arrastra- rá con su cola para hacerlos pere- cer». Con la cooperación activa o pasiva de una jerarquía negligente y ante los ojos de un pueblo cristiano co- rrompido e indiferente, los masones in- filtrados pudieron actuar impunes y a gusto. El Concilio Vaticano II fue convocado por el Papa San Juan XXIII ante los te- rribles acontecimientos relatados en el Secreto de Fátima y también porque el director del FBI norteamericano, J. Edgar Hoover, le advirtió al Papa que había decenas de miles de agentes co- munistas infiltrados en el clero católico en todo el mundo. El Papa, asustado por el contenido del Mensaje de Fátima, sin- tió la inspiración del Espíritu Santo para convocar el Concilio y esperaba así po- ner al descubierto y remediar los males. Si bien dicho Concilio fue convocado por el Papa San Juan XXIII, inspirado por el Espíritu Santo, poco después, por la influencia opresiva de una gran parte de los padres conciliares masones y pro- gresistas, y por la cobardía y respetos humanos de no pocos tradicionalistas, se prostituyó la sana finalidad, llegándose a conclusiones abiertamente erróneas y ambiguas; lo cual evidencia que el Es- píritu Santo había sido expulsado de la sala conciliar para dar en ella entrada a Satanás. He aquí por qué el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a su desarrollo y a sus conclusiones acordadas, no es obra del Espíritu Santo, sino del demonio. Y, si bien en las actas conciliares hay parte de doctrina verdadera, ésta se halla mez- clada con terribles herejías y ambigüe- dades; ya que la masonería, camuflando así el mal, facilitaba más la aceptación de los textos conciliares, y conseguiría con más facilidad sus perversos fines. El Concilio Vaticano II, por lo que en sus escritos hay de herejías, ambigüedades y perversos fines a que le condujeron los masones y progresistas, es ilegítimo, nefasto y abominable, y por lo tanto ha sido declarado un conciliábulo y sin autoridad alguna en la Iglesia. Téngase en cuenta que, si en la Igle- sia hay un solo error doctrinal, ya no es la verdadera Iglesia. Con lo dicho no ennegrecemos en absoluto la ilustre e infalible autoridad, así como la bue- na fe de los Santos Papas Juan XXIII y Pablo VI, que rigieron la Iglesia en el tiempo de ese conciliábulo; pues, en lo que respecta al primero de los Pon- tífices, Juan XXIII, sus enemigos abusaron de su excesiva paternidad, bondad y optimismo, en vez de apro- vecharlo para sus conversiones; y, en lo que concierne al segundo, Pablo VI, sabemos que fue víctima de la masone- ría vaticana, que le sometió a frecuen- tes lavados de cerebro mediante dro- gas, haciendo que la mano intachable del Papa firmara a veces lo indebido, aunque en la mayoría de los casos fal- sificaban su firma. La poca documen- tación que registra doctrina auténtica- mente tradicional en los escritos del Vaticano II, se debe indudablemente a la limitada intervención de unos pocos valientes Padres Conciliares. El San- to, Magno y Dogmático Primer Con- cilio Palmariano, declaró nulo y borró de la lista de los Santos Concilios de la Iglesia el Concilio Vaticano II, ya que éste forma parte de los conciliábulos. Los enemigos infiltrados se pusieron a la cabeza de todos los cambios en la liturgia y en las tradiciones. Bajo el pretexto de quitar las costumbres anti- cuadas y poner la Iglesia al día, que- rían modernizarla para atraer a los «hermanos separados». Trabajaron en sustituir la Iglesia Católica por una lla- mada Iglesia Universal con todas las iglesias unidas, donde quedarían in- cluidos también los judíos, los musul- manes, hindúes, etc. El primer y único mandamiento de esta «Iglesia Univer- sal» sería: «amar al prójimo como a ti mismo». Seguiría existiendo un Dios toda bondad, pero un Dios que es tan bueno que no castiga; y como no puede castigar, todo el mundo se olvidaría de Él muy pronto. Porque el Dios que no infunde respeto, al que no se teme, la gente lo olvida. Pero todo esto es el fin del plan. El plan era sencillo: sembrar una piedad falsa de «comprensión» para los no católicos, acercarse a los no cató- licos, abrir las puertas de la Iglesia a los que no lo son, quitar las cosas «sin im- portancia» que los pueda herir, quitar el sabor sagrado de adoración a Dios y a Cristo, y amor a María Santísima, todo que lleva el nombre ‘católico’. En el plan masónico para destruir la Iglesia, hubo que empezar con cosas pe- queñas, más simples. Es un plan que duró años, trabajando con constancia y, sobre todo, consiguiendo la colabora- ción de los Obispos, los Sacerdotes y los buenos católicos. Siempre en el nombre del «amor», de la «caridad». Aunque esta palabra «caridad» también sobraba, porque, sí, habla del prójimo, pero está ligada al amor a Dios, a Cristo, y al amor a la Virgen y a los Santos. Así es que preferían la palabra «amor», pues dicen que es lo mismo, y además, amor es más moderna, más inteligible al pueblo y puede unir más a todos. Nótese la tras- cendencia incalculable y definitiva de este plan, que era sencillamente diabóli- co, que conducía a destronar a Cristo y a la destrucción de la Iglesia de Cristo, porque el amor al prójimo no puede existir sin la base esencial del amor a Dios, como muy bien reconocían los in- filtrados. La palabra «piedad», la sustituían por «comprensión», que diría lo mismo en relación a los hombres, a los hermanos, pero que no conlleva el significado de unión con Dios, con Cristo, con la Vir- gen, etc. Decían que eso de «piedad» suena a beato, que «piedad» suena a vie- jecita que no tiene nada que hacer y que va a la Iglesia a pasar el tiempo. Los an- tiguos himnarios católicos desaparecie- ron; introdujeron cantos protestantes y cantos profanos, diciendo que los him- nos tradicionales eran demasiado «senti- mentales». Su plan consistía sencillamente en im- plantar el amor y adoración al hombre y quitar el amor y adoración a Dios. Ra- zonaron así: una vez que haya desapare- cido el amor a Dios, los hombres no se pueden amar, sino que se odiarán. Así es que la meta consistía en modificar el ma- yor y primer mandamiento de la Ley de Dios que dice «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda el alma, y con todo el entendimiento, y con to- das las fuerzas». El plan era muy atra- yente porque se hace todo en nombre de una gran causa: «del amor al próji- mo». Y con este lema, nada menos que en nombre del «amor» se conseguía fá- cilmente la colaboración sincera de buenos católicos, de Sacerdotes y de Obispos, para tratar de terminar con el amor a Dios, con el amor a la fuente de todo amor. En nombre del amor, se trata de conseguir el odio a la esencia del amor a Dios. Lo primero del plan consistía en qui- tar de la gente las cosas externas, di- ciendo que eran «sin importancia», que ofendían la sensibilidad de los «hermanos separados», los no católi- cos. Además de su ataque contra los hábitos, también hubo un plan para hacer que las personas dejasen de usar medallas, los escapularios, los rosa- rios, etc. El plan consideraba todo esto «im- portantísimo», porque estas cosas que parecen sin importancia eran las que hacían respirar amor a Dios, a Cristo y a la Virgen… y a Ellos había que destronarlos de la sociedad. En cuanto al escapulario y las medallas era fácil, decían los infiltrados: hay que insistir en que son cosas de beatos, cosas ex- ternas, cosas «sin importancia», pero que ofenden las ideas de los «herma- nos» protestantes; por lo tanto será mejor dejarlas, no usarlas, y así los protestantes se acercarían a la Iglesia más fácilmente. Más de treinta Papas han recomen- dado el escapulario del Carmelo, lo han usado, lo han propagado con las palabras más hermosas que el vocabula- rio humano permite. Cientos de miles de Sacerdotes y Obispos lo han recomen- dado ardientemente por siete siglos y lo han usado millones de católicos. Y, de repente, nadie habla de él; va uno a con- seguir un escapulario a las iglesias y no hay, ni siquiera se molestan en hacerlos. Como por magia no hay escapularios; como si no valiera para nada; como si fuera cosa de beatos. Realmente los in- filtrados parecen haber tenido éxito en cuanto al escapulario. Y, sin embargo, el escapulario sigue siendo el arma sencilla de Nuestra Madre, el mimo más cariño- so de la Virgen para sus hijos. ¡Fuera Sotanas y Hábitos!: que los Sacerdotes y monjas dejasen de usar há- bitos, etc. Todas estas cosas externas «sin importancia», eran testimonio de vi- das que constantemente se mantenían en el ámbito de Dios, en torno a Cristo y la Virgen… y eso es lo primero que hubo que quitar, porque estos hábitos eran testigo de vidas dadas a Dios. Cada hábito de una monja en la calle era un grito de vida entregada al amor a Dios, era el grito silencioso, pero constante, de que Dios y su Iglesia existen en nuestro siglo, de cientos de millares de personas dispuestas a sacrificar su única vida por amor a Cristo. La masonería lo planeó bien y se siente orgullosa de haber usa- do nada menos que el Concilio Vaticano II para llevarlo a cabo. El plan era em- pezar a decir que los hábitos son cosas anticuadas; en segundo lugar divulgar la idea de que, vestidos de seglares, los Sacerdotes y monjas se podrían introdu- cir y entrar en ambientes en los que el hábito era una barrera que separaba a los «hermanos» protestantes de los cató- licos. Han tenido sin duda gran éxito, pues ya no se vieron más ni monjas ni Sacerdotes, ni en las calles, ni en ningu- na parte. Esa fue la primera parte del plan; la parte final era conseguir que no existiesen de verdad, que la gente se ol- vidase de la figura del Sacerdote y de la monja; al no verlos, la juventud iba a ig- norar su existencia y así a nadie se le iba a ocurrir ni pensar en la posibilidad de hacerse Sacerdote o monja. Dejaría de existir la figura del hombre que sacrifica toda su vida por Cristo. Es interesante ver a las personas que el plan ha usado, pues sin duda es una audacia de lo más fino: ha usado a los buenos católicos, a los Sacerdotes, a las monjas, a los Obispos… para destruir el sacerdocio… pero ya veremos esto con detalle más adelante.El plan era también sacar a las mon- jas de sus claustros. Insinuar que los «hermanos» de la calle las necesitan, que una carmelita puede hacer mucho bien curando enfermos y llevando es- cuelas, etc. Realmente, el plan parece estupendo, cautivaba al más inteligen- te. ¿Quién no se iba a conmover ante una llamada urgente del amor al próji- mo, de asistir al que sufre, al que llora, al que necesita, si es el mismo Cristo el que sufre y el que llora cuando sufre y llora el «hermano»? Tuvieron gran éxito en esto. Muchas clausuras dejaron de ser clausuras. Estos baluartes de amor a Dios deja- ron de existir. La masonería quiso des- truirlos del todo, porque sabe muy bien que eran ¡hogueras ardientes de amor a Dios y a su Santísima Madre! Porque sabe muy bien que estas almas enterradas en vida por Cristo eran el fuego que alentaba a la cristiandad. Al salir a la calle, desaparecieron esos fuertes infranqueables; al vestirse de seglares se dieron cuenta de que se po- día «amar» mejor al «hermano» no siendo monja. El plan conducía a po- ner al hombre en el pedestal de Dios y hacerle imaginar que el hombre es dios; si Dios no existe, no hay que ado- rarlo, no hay que sacrificar una vida entera por Dios, sino por el hombre que es el nuevo dios. Los conventos de clausura eran cas- tillos invencibles de amor a Dios, y su destrucción era esencial para implan- tar el primer mandamiento como «amor» al prójimo y olvidarse del amor a Dios. Cada paseo que daba por la ciudad un Sacerdote o monja, con su sotana o su hábito, estaba gritando el amor a Dios y al prójimo mejor que con mil discursos o con mil «obras» de caridad; era un testimonio viviente del amor a Cristo que seguía existiendo realmente en su vida y demostraba al mundo que se sentía orgulloso de ser lo que era. Así también, abolieron para las mu- jeres la obligación que establece San Pablo de cubrirse la cabeza dentro de Next >